Fuera estaba lloviendo. No era
extraño. Su mano temblaba, pero no tenía nada que ver con el café
que sujetaba. Poco a poco, se estaba acostumbrando a temblar.
Añoraba, sin embargo, estar tranquilo; un poco, nada más. No era
extraño que lloviese en Santander, tampoco era extraño que hiciera
frío en Enero. Dio un sorbo y se quedó con la taza en la comisura
de los labios. Tomó aire, oliendo los posos. Deseó un mundo mejor;
no sólo para él, y para sus temblores. Deseó un mundo mejor para
todos: para el trabajador oprimido, para la mujer sometida. Lo deseó,
como siempre lo había hecho. Pretendía ser coherente con todo
aquello. Un sonido le hizo dar un respingo. Se había caído un vaso.
Volvió su mirada a un periódico cuando se dio cuenta que le
miraban. Esperó unos segundos, y luego miró a través del cristal.
Justo en ese momento llegó un coche
de la Policía Armada. No pasó de largo, como habría sido habitual,
sino que se quedó ahí, esperando. Se mordió el labio. Les odiaba;
les odiaba como difícilmente se puede odiar a alguien, si te estás
esforzando en dar la libertad a todos los seres humanos. Pero su odio
estaba justificado: demasiadas detenciones, demasiadas
manifestaciones. Demasiado tiempo entre rejas. El conductor del coche
apagó el motor y se quedó ahí, detenido.
El hombre que estaba tomando un café
se quedó mirando unos instantes. Algo en su interior, algo primario,
animal, le decía que debía alejarse de ahí lo más rápido
posible. Que debía calarse el sombrero que tenía a su derecha,
cerrarse la gabardina y comenzar una carrera, justificada por la
lluvia intensa. Pero otra parte de él, aún más fuerte, aún más
salvaje, le pedía que actuara de forma coherente a sus principios.
Aquel coche se había detenido frente a la sede de la CNT, sindicato
ilegal, sindicato en un extraño equilibrio, ante la falsa progresía
de los nuevos tiempos y el afán de dominación de los militares
fascistas. Hizo un gesto a un compañero, que estaba situado en una
mesa, y ambos salieron de la cafetería.
Llovía aún más fuerte de lo que
pensaba. Suspiró. Aún seguía temblando, pero su paso era firme.
Así se lo había impuesto a sí mismo. Así debía de ser. Según se
acercaban, salieron dos hombres del vehículo, uniformados.
Terroríficos.
-¿Qué hacéis aquí?- les espetó.
-Hemos venido a protegeros- dijo el
más mayor y de mayor rango-. ¿No sabéis lo que ha sucedido en
Madrid?
La lluvia golpeaba con fuerza la
chapa del coche. Durante unos instantes, los dos civiles se miraron
entre sí.
-Han matado a unos abogados del PCE.
Venimos a protegeros.
El hombre que tomaba el café no
pudo evitar arquear una ceja, sarcástico. Pues resultaba, cuanto
menos, sarcástico, que aquel hombre, aquel que se había dedicado a
dar palizas, a extorsionar, a maltratar, a él y a sus compañeros,
ahora dijera eso. Los tiempos cambiaban, pero el cadáver del general
fascista todavía estaba caliente. Y lo que venía por delante,
tampoco parecía mucho mejor. El policía iba a seguir siendo
policía; y sus porrazos y sus balas dolerían igual, tanto en
dictadura como en democracia.
-No podéis estar aquí- les espetó
su compañero-. Ningún anarquista se acercará a cien metros de aquí
si os ve merodeando por la zona. Tenéis que iros.
Al policía más joven le temblaba
una mano. Parecía que en cualquier momento fuera a sacar la porra y
acabar con aquel asunto.
-Hemos venido a protegeros- repitió
el policía veterano, más dialogante. La carga de la brutalidad
llevada a cabo durante tantos años parecía pesarle. Eso, o la
artritis.
-Sabemos protegernos nosotros solos.
Marchaos.
La voz del hombre que tomaba café
era fuerte, rotunda. Serena. Y pese a todo, pese a su seguridad, pese
a que sabían, él y su compañero, que tenían razón, tenían
miedo. Miedo a su violencia, a su brutalidad. A no poder contarlo al
día siguiente. A no saber, en fin, si el siguiente instante iba a
ser el último. Mientras tanto seguía lloviendo, pero faltaría
mucha más agua para limpiar la sangre vertida durante tantas
generaciones.
Existen otras Guerras Cántabras, que aquellas publicitadas por el Emperador Augusto, y sus intentos de crear un enemigo donde no lo había . Unas guerras en las que, en fin, se batieron contra un enemigo mucho más real que cuantos puedan crear los emperadores y los augustos: se batieron contra la tiranía, el dominio, contra el militarismo y el fascismo. Son guerras que se dieron en Cantabria, pero también en Madrid, en Euskadi, en Euskal Herria, en Navarra y en Nafarroa, también en España: pero también en el Portugal salazarista, en la Grecia tiránica, de entonces y de ahora, en Bahía Cochinos. Una lucha internacionalista, una lucha que acabó en el País Vasco tan pronto desapareció el marxismo en la banda armada ETA. Las vueltas que da la vida.
Sirva esto como
pequeño homenaje a los que lucharon, pero también a los que aún
siguen luchando, no sólo aquí, sino donde luchar suele acabar en la
muerte. No hace tanto de eso. Sirva homenaje también para los que no dejarán de luchar en
el futuro.
La librería La Vorágine de Santander también les brinda un homenaje, junto a Presos con Causa, mediante el programa Militancias,
un conjunto de charlas sobre militantes antifranquistas en la
Cantabria del final de la Dictadura (1956-1976). Hoy será la
penúltima, la próxima será el próximo Martes a las 19:30. Pero,
hoyjan, buena noticia: se van colgando los videos con lasintervenciones. Muy recomendable su visionado.
¡Que disfrutéis!
PD: El relato está
adaptado de un hecho real que, precisamente, aparece en esas Militancias.
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